Juliane Koepcke tenía 17 años cuando ella y su mamá abordaron un Lockheed Electra, de la aerolínea peruana LANSA la nochebuena de año 1971. El avión era la última aeronave operativa de la aerolínea, porque sus otros dos aviones habían sido destruidos en dos graves accidentes años antes. El vuelo 508 se demoraba por trabajos de mantenimiento y estaba próximo a ser cancelado, para el aparente infortunio de los pasajeros. Sin embargo, el Electra pudo ser reparado y cuando se anunció en mostradores que el avión siempre sí volaría, estalló el júbilo en la sala, porque muchas familias podrían pasar navidad con sus seres queridos. Media hora transcurrida de travesía, el avión voló directamente hacia una tormenta eléctrica y, tras una severa turbulencia, un motor del ala derecha fue impactado por un rayo, provocando un cegador resplandor blanco, inmediatamente después que su madre dijera “ahora, se acaba todo” la aeronave se desintegró, haciendo que la joven cayera en picada desde tres kilómetros de altura hacia la selva, asegurada todavía a su asiento, viendo un infinito de copas de árboles que se asemejaban a pequeños brócolis acercándose, en círculos, antes de desmayarse varias veces, en una caída libre que duró unos diez minutos.
Una noche antes, Juliane había tenido el festejo de graduación de su colegio en Lima y esa mañana se dirigían de regreso a la pequeña ciudad de Pucallpa, que era el aeropuerto más cercano al lugar de la selva donde sus papás, Hans-Wilhem y Maria, zoólogo y ornitóloga alemanes, tenían una estación de investigación en donde vivían por temporadas, nombrada “Panguana”. Juliane había vivido algunos años con ellos en chozas de la selva, alejados de la civilización por sus trabajos, donde aprendió las costumbres y modos de vida nativas de la imponente flora y fauna de la región, como una niña de la selva.
La delgada y rubia jovencita soñaba que estaba toda sucia, envuelta en fango, pegajosa, con la necesidad de bañarse, cuando decide levantarse para hacerlo, despertó, y el ruido de la selva la envolvió. Había pasado medio día y una noche, se encontraba en posición fetal en la tierra, resguardada por su fila de asientos, sin sus lentes, en vestido de verano y con sólo una sandalia. Estaba confundida y con dolor de cabeza, producto de una fuerte contusión, se notó la clavícula derecha fracturada pero no expuesta y no le dolía, un ojo estaba hinchado y completamente cerrado y el otro apenas abierto, tenía una cortada en la pantorrilla izquierda como de un centímetro de profundidad y otra detrás de su brazo derecho que no podía ver, pero ninguna de las dos sangraba (también, mucho tiempo después descubriría que la caída le dislocó todas las vértebras cervicales y que se había roto un ligamento de la rodilla). No podía comprender cómo había sobrevivido y no lo pensó mucho, porque un inmenso sentimiento de abandono la tomó al notar a su madre, con quien era muy unida, desaparecida de su lado.
Cuando abordó el vuelo, Juliane ocupó el asiento de ventanilla 19F, su mamá, el asiento de en medio y un pasajero algo pasado de peso el del pasillo, pero durante la caída, ella era la única todavía en la fila. Toda esa primera noche en la selva, a ciegas y a gatas, la chica gritó el nombre de su madre, desesperada por encontrarla, o a algún otro sobreviviente.
Las enseñanzas de sus padres sobre la selva y de cómo afrontar la vida con determinación fueron esenciales para su sobrevivencia durante los próximos días. Hans, su padre, le decía siempre “si te extravías en la selva y encuentras una corriente de agua, no te separes de ella, sigue su curso, te llevará hasta donde haya gente”, porque el agua que corre se convierte en arroyos y estos, a su vez, en riachuelos que terminan en ríos. Así, puso atención al escuchar gotas cayendo y el leve murmullo de agua, encontrando una fuente que alimentaba un arroyuelo y se convenció de seguirlo. Al segundo día de caminata encontró una bolsa de caramelos y un incomible pastel empapado de lodo; al tercer día, halló los primeros restos del avión, que era un motor; al cuarto día, descubrió horrorizada a los primeros pasajeros, una fila de tres asientos con sus ocupantes todavía amarrados, clavados de cabeza un metro en la tierra, con los pies al aire; al cuarto día, revisando sus heridas, notó que la cortada que tenia en el brazo estaba infectada por larvas de gusanos comecarne.
Sabía que, en temporada de lluvia, la vegetación no le daría frutos comestibles, que debía resguardarse de los diluvios y dormir protegiendo su espalda. Para evitar perderse al avanzar cuando el arroyuelo desaparecía entre la vegetación, fijaba su vista en un árbol como seña específica delante de ella. También sabía identificar el peculiar sonido del ave shansho, que vive cerca de los grandes cuerpos de agua, por lo que al quinto o sexto día la escuchó y siguió su sonido para, eventualmente, encontrar un río de buen caudal.
Juliane reconocía que, ante su situación, lo más peligroso de avanzar por el río no eran los caimanes o lagartos blancos, ni las pirañas, sino las mantarrayas de agua dulce, porque una muy probable picadura de estas la incapacitaría fatalmente. Por lo tanto, tomó un palo largo para ir picando la tierra delante de ella y decidió flotar en la parte más honda del río, cuando los caimanes la veían huían de ella adentrándose al agua, mientras que las pirañas no eran un peligro siempre y cuando hubiera corriente.
El octavo y noveno día, la muchacha sólo tenía fuerzas para flotar con la corriente, ya sin dulces que comer, llenaba su estómago tomando abundante agua del río y, para el décimo día, en un estado casi catatónico, identificó una embarcación a la orilla. Nadó hacia ella y notó que había un sendero que salía del río cuesta arriba. Utilizando sus últimas fuerzas, gateó por el corto camino durante horas, hasta encontrar una estructura de estacas con techo y piso de palma, que los pescadores usaban para arreglar sus motores. Utilizó gasolina para sacarse unas cuarenta larvas que estaban comiendo su carne dentro de la herida y descansó todo el día allí, exhausta. La noche siguiente aparecieron tres pescadores que, asombrados, atendieron sus heridas, la alimentaron y la trasladaron un día después hacia la civilización, donde recibió atención médica y se recuperó de las heridas. En el traslado se daría cuenta que no había otros asentamientos humanos en el río.
La perduración de Juliane en la selva se debió a su inteligencia, determinación y fortaleza, pero su sobrevivencia a la caída fue gracias a una combinación de factores: los intensos vientos ascendentes de la tormenta; la resistencia aerodinámica de la línea de asientos que provocó un movimiento en espiral, y la frondosa capa de lianas y copas de árboles que amortiguaron su caída. De hecho, distintos reportes mencionan que, entre seis y doce pasajeros, sobrevivieron a la misma caída, pero perecieron en la selva a causa de sus heridas u otros motivos desconocidos.
La aerolínea LANSA no volvió a volar. Un año antes del accidente de Juliane, el vuelo 502 sufrió un accidente en Cuzco por falla de la tripulación, tras perder un motor, en el cual perecieron 102 personas, sobreviviendo el copiloto. Después, se descubriría que algunos de sus mecánicos no eran de aviones sino de motocicletas, que el vuelo tenía capacidad para 92 pasajeros, pero viajaron más y que algunos tripulantes tenían certificados falsos. A pesar de ello, la aerolínea continuó operando después de un breve cese, hasta el accidente del vuelo 508.
Juliane comenta que, durante su hazaña, se cuestionaba lo poco que había hecho en su corta vida, prometiendo hacer algo con su existencia. Por ello, se convirtió en doctora en biología y ahora en activista ecológica, logrando que Panagua sea área protegida, buscando la preservación de la naturaleza ante amenazas como la minería, deforestación y ganadería, de la selva que la protegió en su odisea de tres mil metros y once días.
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